Firma invitada: Javier Sanchez Alen
Permítanme que me presente
Soy un joven y modesto profesor universitario que, desde hace algún tiempo, vengo cruzando correspondencia frecuente con al anfitrión de este blog a quien he criticado –de forma siempre amable- que haya centrado su contenido en un enfoque técnico-regulatorio de la normativa financiera; sin abordar, en muchas ocasiones, la filosofía o la política legislativa que subyace a esas regulaciones de los mercados financieros. Mi insistencia en la crítica ha llevado a que dicho anfitrión se haya apiadado de mí modesta condición y me haya facilitado un acceso restringido a la respetable concurrencia de este blog para mostrar -muy de vez en cuando- las ideas que fluyen en mi cabeza y que –debo confesarlo desde un principio- no siempre son acordes con la corrección política. Es más, suelen alejarse de manera ostensible de ese pensamiento líquido que predomina en los tiempos que nos han tocado vivir y que –por su misma condición líquida- se adapta al continente necesario o conveniente que, en cada ocasión, se presenta como escalera hacia el éxito social.
Paradojas hirientes: de yates fabulosos, multitudes hambrientas y élites extractivas
Hace algunos días, la lectura de un diario de información general obró en mi conciencia –un tanto delicada, he de admitirlo- una suerte de ráfaga de indignación y lucidez al ver dos noticias aparentemente inconexas pero que, bien miradas, esconden la paradoja de la escalera interminable que separa la pobreza de la riqueza en el mundo que habitamos.
En efecto, en una página leía la noticia de las hambrunas en Sudán del Sur donde 5,5 millones de personas están en riesgo de sufrir hambre a resultas de la guerra, la violencia y la inestabilidad política y donde una misionera irlandesa se ha sumado al llamamiento del Papa para terminar con la hambruna crónica que azota ese país desde hace muchos años.
Veinte páginas más adelante, pude contemplar –he de admitir que admirado- los yates de lujo con los que algunos empresarios y deportistas exitosos tienen a bien adornar las costas del Mediterráneo y oros Mares y Océanos cercanos y lejanos. Los metros de la eslora, de la manga y de la superficie de esas embarcaciones fabulosas y sus valoraciones (superiores en todos los casos a los 2 millones de euros) causaron en mi la impresión descrita sobre la escalera infranqueable que separa la pobreza de la riqueza en el sistema capitalista en el que vivimos que -vaya por delante- es el menos malo de los conocidos.
Me dirán –con razón- que con esta contraposición de imágenes estoy cayendo en la demagogia; me dirán que esas embarcaciones, en gran parte de los casos, son el fruto del trabajo honrado de sus dueños y no, por ejemplo, de especulaciones bursátiles como las ventas en corto que han arruinado a miles de ahorradores modestos y alimentan otro tipo de yates de más eslora, más manga y más superficie que también surcan los mares; me dirán también que los propietarios de esos yates facilitan, con frecuencia, los puestos de trabajo que evitan el hambre en países subdesarrollados y colaboran con donaciones cuantiosas a las ONGs que combaten el hambre; me dirán, incluso, que la culpa de esas hambrunas es, en última instancia, de los habitantes hambrientos de Estados fallidos en los que -como vimos que sucede en Sudán del Sur- la guerra, la violencia y la inestabilidad política estan en la génesis de esas hambrunas.
Pero, al fondo y al final, reconociendo la razonabilidad de esos argumentos, no puedo evitar que los rostros famélicos de esas personas en página par, enfrentados a los camarotes de lujo a doble página, persigan no sólo mi conciencia sino también mi razón y una voz remota me repita que algo grave falla en un mundo tan desequilibrado.