En los últimos días, ha vuelto al primer plano de la actualidad la calificación crediticia o “rating” de la deuda pública emitida por algún ayuntamiento importante de nuestro país (al prescindir de los servicios de calificación que venían prestando algunas agencias de calificación crediticia) o por alguna relevante autonomía (al provocar su proceso independentista el riesgo cierto de que el rating de su deuda se sumerja definitivamente en las profundidades abisales del denominado “bono basura”).
Es por lo anterior por lo que nos parece que esta situación merece una nueva reflexión actualizada sobre el “rating” de la deuda municipal y autonómica y sobre el papel de las agencias que emiten tales calificaciones (a esta cuestión ya nos referimos en la entrada de este blog del 6.10.2015 titulada: “A vueltas con los “ratings”: De la deuda del Reino de España a la del Ayuntamiento de Madrid. De la influencia y la persuasión por la reputación”); empezando por constatar que algunas de las decisiones adoptadas por las entidades públicas han partido de las críticas que generalmente se vienen haciendo a dichas agencias.
No seré yo quien defienda la infalibilidad de los “ratings” de valores públicos y privados emitidos por aquellas agencias, que erraron clamorosamente en muchas de sus calificaciones antes y después de la crisis financiera de 2008; ni quien olvide que el oligopolio del sector causa distorsiones relevantes sobre la competencia en el mismo o que el propio modelo de negocio de estas agencias –basado en que las calificaciones las suelen pagar las entidades calificadas- implica un conflicto de intereses que no siempre se resuelve de forma adecuada para la fiabilidad de las calificaciones; ni, por último, quien abogue por su falta de responsabilidad por los daños que puedan causar sus calificaciones negligentes o maliciosas. En este sentido, he venido dejando constancia escrita de todas estas críticas (a modo de ejemplo, el lector interesado puede ver nuestra obra sobre “Las Agencias de calificación Crediticia. Agencias de Rating”, Ed. Aranzadi/Thomson Reuters, Madrid 2010).
Sin embargo, dicho lo anterior, conviene recordar que la realidad tozuda muestra que las calificaciones crediticias o “ratings” emitidos por las tres principales agencias siguen siendo esenciales para colocar y negociar la deuda pública y privada y financiar las inversiones y los servicios públicos y privados.
Lo anterior es así porque conviene recordar que vivimos inmersos en una Economía de mercado globalizada que, a pesar de las gravísimas injusticias que provoca (cuando vemos, por ejemplo, que el hambre de millones de personas coexiste con la grosera ostentación de su riqueza que hace el 1% de la población mundial que atesora el mismo capital que el 99% restante), se nos muestra por la Historia como el menos malo de los sistemas conocidos. Y, en esta Economía, las decisiones de inversión se toman de forma global. De tal manera que, por ejemplo, el gestor de un fondo de pensiones australiano, cuando valore la posible compra de bonos de un ayuntamiento o una comunidad autónoma española (cuya ubicación exacta es probable que ignore), confiará en el “rating” que le proporcione una de las tres grandes agencias de calificación antes que en los, sin duda, persuasivos folletos que aquellas entidades públicas puedan publicar.
Y, llegados a este punto, debemos insistir en una ley financiera que se cumple casi con la misma exactitud que una ley física y que podemos enunciar conforme a un principio de proporcionalidad inversa de tal manera que: a mayor rating, menor coste de financiación y, a menor rating, mayor coste de financiación.
Por lo dicho, es evidente que el descenso o la carencia de un “rating” homologado internacionalmente encarecerá la financiación de los servicios públicos que presta el ayuntamiento o la comunidad autónoma con cargo al mercado de capitales y le obligará bien a recurrir a otras vías de financiación (tales como, por ejemplo, el incremento de los impuestos) o bien a dejar de prestar el servicio público o prestarlo en peores condiciones. Y, entonces, podremos apreciar la transición –que pone título a esta entrada- desde el bono basura a la basura sin bono que financie su recogida.
Como hemos dicho con anterioridad en este blog, se trata de que los ciudadanos conozcan en todo momento las causas y los efectos que llevan al precio de las cosas y los servicios públicos y, después, decidan como financiarlas con pleno conocimiento de causa.