El pasado viernes, día 9 de octubre, la agencia de calificación crediticia Standard & Poors revisó el rating de varias Comunidades Autónomas, con resultados dispares porque, mientras subió las calificaciones de Madrid, Galicia y Canarias; mantuvo estables las de Andalucía, Aragón y Extremadura; y bajó la de Cataluña hasta dejar ésta última en el nivel BB – que supone un riesgo importante de impago.
El impacto que estas calificaciones tuvieron en la opinión pública -mereciendo las portadas de los diarios de información no sólo económica, sino general del siguiente sábado día 10 de octubre- nos invita a reflexionar sobre la importancia desmedida que, a nuestro juicio, se está dando a las calificaciones crediticias de las deudas públicas estatales, autonómicas y municipales, para ubicarlas en sus justos términos.
Desde este blog hemos defendido el papel eficiente que las agencias de rating juegan en los mercados financieros como catalizadoras de la información disponible sobre la solvencia de los deudores públicos y privados que traducen en forma de calificaciones alfanuméricas. Función que nos parece útil porque el mercado confía en sus calificaciones, a pesar de sus fallos clamorosos en todas las crisis financieras.
Pero esta opinión sobre la utilidad de los ratings y de las agencias que los emiten exige mantenerlas en su “nicho ecológico”, sin atribuirles funciones –y responsabilidades- que no les competen. En efecto, las últimas reformas de la regulación comunitaria de las agencias de rating han tenido como uno de sus ejes cardinales –junto al incremento de la competencia y de la responsabilidad de estas agencias- el objetivo de reducir la dependencia excesiva que muestran los operadores de los mercados financieros (gestores de fondos, bancos de inversión, etc.) respecto de las calificaciones crediticias que emiten estas agencias, aceptándolas de forma automática y acrítica para intentar descargar, en ocasiones, sus propios deberes de evaluación de la solvencia de los emisores –públicos y privados- de los valores que compran y venden para las carteras que gestionan.
Pues bien, si esta “rating-dependencia” se muestra nociva cuando nos movemos en el mundo de lo estrictamente financiero; nos parece que es, si cabe, más errónea aun cuando se pretende extrapolar a otros ámbitos como el político o social; intentando que las agencias de rating condicionen el destino de los pueblos, donde influyen otras variables legítimas de muy distinto signo, que deben ser tenidas en cuenta.
Como venimos manteniendo en este blog, se trata, en definitiva, de aclarar racionalmente el discurso para que el ciudadano sepa a qué atenerse y, después, decida con verdadera libertad.
Así, cabe preguntarse: ¿Es lícito que el ciudadano que conoce el coste financiero que tendrá una determinada opción política –con el riesgo consiguiente de falta o deterioro en la prestación de servicios públicos básicos (por ejemplo, la limpieza urbana, la seguridad o la sanidad) por falta de una financiación adecuada- mantenga su apoyo a dicha opción? La respuesta es, sin duda, si; porque en su “cuenta global o vital” y, en un análisis coste-beneficio, puede, por ejemplo, preferir habitar rodeado de calles sucias o inseguras pero reconfortado en una determinada ideología.
Del mismo modo, si nos preguntamos: ¿Es lícito que no se informe al ciudadano de los costes que -en términos de financiación y, por lo tanto, de prestación de unos servicios públicos que no son gratuitos- tendrán algunas medidas como rescindir las calificaciones crediticias de la deuda pública? Nos parece que la respuesta es no.
Se tara, en definitiva, de nuestra opinión que sometemos a cualquier otra mejor fundada.